Durante siglos, desde la antigua Babilonia hasta mediados del s. XVI, la humanidad creyó que la Tierra era el centro del universo. Esto fue así hasta que un día Copérnico hizo saltar esta teoría por los aires planteando todo lo contrario: todo giraba alrededor del Sol, incluida la Tierra. Todo esto, como os podéis imaginar, acabó causando innumerables cambios culturales debido al gran salto conceptual que supuso para la humanidad.
Y algo así está sucediendo en el mundo de las marcas (tranquilos, no será un post de historia ni de astronomía). Un nuevo paradigma aparece: marcas que no se construyen con ellas ni con el usuario en el centro, sino con la persona en el centro. Y ¡ojo! el singular aquí no es baladí, cuando hablamos de LA persona nos referimos a cada una de las personas.
Entonces os preguntaréis: si generalmente las marcas nos ofrecen un único producto o servicio para todos, ¿cómo surge la necesidad de querer experiencias únicas para cada persona? ¿Realmente las necesitamos?
Cada vez somos más conscientes de los rasgos de identidad propios que nos definen y la autoexpresión es algo que está a la orden del día. En ese sentido, los productos, servicios y experiencias que coleccionamos nos sirven para declarar al mundo quiénes somos. De esta manera, la preferencia por todo aquello que es único y relevante para nosotros y que da fuerza a nuestra figura individual se ha acabado convirtiendo con el tiempo en una necesidad que las marcas están comenzando a cubrir. Pero esto tiene un precio para ellas en forma de importantes implicaciones. Veamos algún ejemplo.
Seguro que alguna vez habéis pensado en que molaría poder tener un coche a medida ¿no? Entonces, ¿os imagináis que cada persona dibujara su coche ideal? Seguramente tendríamos millones de coches absolutamente diferentes. Si existiera una marca que se construyera bajo la promesa de construir coches únicos para cada persona, debería cumplir siempre con un alto grado de personalización o customización para ser coherente con su visión. De no ser así, acabaría incumpliendo su promesa y, como consecuencia, estaría destinada al fracaso.
Pero vayamos al mundo real, ya que como todo en la vida, existen diferentes grados de intensidad. De hecho, en muchas ocasiones tenemos tan asumido este tipo de servicios y su integración es tal en nuestro día a día que no nos damos ni cuenta de que están ahí, pero están. Es el caso de Netflix. Su panel inicial es completamente distinto en función del usuario que lo esté utilizando. Esto es así porque él mismo se va moldeando a partir del contenido consumido por cada persona. Porque algunos son muy de Breaking Bad y otros prefieren Sexo en Nueva York.
Esto garantiza una experiencia igual de satisfactoria y relevante para cada usuario desde una oferta distinta para cada uno y sucede gracias a la personalización.
Si subimos la graduación (nunca mejor dicho), nos encontramos con DNA Glass, una marca que lleva esta “centralización personal” al extremo para convertirla en el eje de su propuesta de valor, ofreciendo la posibilidad de crear un vaso de cerveza único para cada persona basándose en las particularidades de su ADN.
El análisis se fija en criterios como la tolerancia al alcohol o la sensibilidad sensorial y se acompaña con un análisis de gustos y preferencias para acabar diseñando un vaso adaptado a los resultados. ¿Os imagináis en una terraza al sol echando unas birras con vuestros amigos cada uno con su vaso?
https://www.youtube.com/watch?v=hZ0MjF2-bpE
Como hemos visto, dentro de esta tendencia existen diferentes niveles, por ello es muy importante definir claramente qué queremos ser para nuestros usuarios a la hora de plantearnos la relación que vamos a entablar con ellos. Si queremos que la persona sea el centro absoluto de nuestra galaxia, debemos construir la marca y su experiencia para que así sea y, por lo tanto, poder ser coherentes y consistentes cumpliendo siempre con nuestra promesa.
Y oye… ¿qué mejor que hacerlo con un poco de Friendly Branding?