Aunque tengo muy mala memoria para los nombres siempre recordaré a Lola Valero Picón. Era una niña de mi clase. Con ese nombre podría haber sido bailaora de flamenco, diseñadora de moda o regentar un anticuario. Cuando pienso en ella, me pregunto si habrá desarrollado la personalidad que le sugería tal nombre.
En el caso de las marcas la elección del nombre puede y debe tener un objetivo preconcebido y responder a un planteamiento estratégico que en el caso de Lola Valero, sus padres no tuvieron en cuenta.
Si la marca es un contenedor de significados que construyen valor y preferencia entre nuestras audiencias, el nombre es el que los representa. La carga simbólica de un nombre puede ser la clave del éxito de una marca. Su significado puede impulsar la trayectoria de la marca en una dirección u otra. Los valores de la marca que conectan con el nombre se hacen más sólidos y más fáciles de identificar por parte de los públicos de la misma.
En un mundo lleno de marcas que tratan de seducirnos, es clave dar con una fórmula que además de diferenciar permita explicar a la marca qué es y hace sin grandes esfuerzos. O al menos, el nombre debe dar pinceladas para abrir el camino del posicionamiento que queremos conseguir o despertar sueños en la mente de las personas.
En ocasiones hay nombres que parecen puestos al azar pero por lo general no es así y hay una clara intencionalidad. Cierto es que a veces los nombres propios y los acrónimos son la opción a la hora de bautizar una marca. Esta decisión impulsa la confianza por parte del cliente pero deja poco territorio para la aportación de valor más allá de la figura con la que comparte el nombre y por ello, hay riesgos que valorar.
Otras veces, un nombre se pone de manera casual y poco a poco va ayudando a construir la personalidad de la marca. Como vemos, no se sabe bien qué va antes. O la intención con el nombre o el nombre como impulsor de actitudes que compartir con los públicos de la marca.
Veamos algunos ejemplos de nombres de marcas y tratemos de ver de donde viene o cómo han ayudado a marcar la trayectoria y los valores de la misma.
En 1987 se lanzó Red Bull. Este hecho supuso la llegada de un producto novedoso pero también el nacimiento de una nueva categoría: las bebidas energéticas. Pensemos en su nombre. Cuando decimos que alguien está hecho un toro, estamos hablando de la energía que tiene. Y el color rojo simboliza el poder, la acción, la vitalidad y la pasión. ¿Qué mejor nombre que Red Bull para lanzar una marca que promete energía?
En alemán Volkswagen significa “auto del pueblo” ya que fue un proyecto creado en la Alemania de Hitler para dotar a las clases populares de un vehículo barato y accesible para todos. ¿A alguien se le ocurre mejor manera de declarar las intenciones de la marca?
Hay marcas que como los de Bilbao, pueden ser de donde quieran. Y aunque nos cueste creerlo, la marca de helados Häagen Dazs no es escandinava. Es estadounidense y adoptó ese nombre en los años 20 para aprovechar la fascinación que en aquel momento Norteamérica sentía por Europa y sus productos. En el mundo de la moda tenemos claros ejemplos: Massimo Dutti y Emidio Tucci, ni siquiera son personas pero hay quién piensa que son diseñadores italianos. Y eso ya te posiciona en un espacio muy concreto.
La velocidad y la agilidad del antílope debió seducir a los creadores de la marca Reebok que decidieron usar el término afrikáans Rhebok que significa antílope para nombrar a su empresa. Conexión máxima con la promesa de una marca deportiva.
Lo que está claro es que un nombre debe ser notorio, distinto, único y relevante. Flexible y duradero, sugerente, evocador y creíble. Cuando más lo conectemos con la estrategia de la marca y sea el resultado de un buen ejercicio creativo más posibilidades tendremos de crear y activar marcas fuertes que activen la capacidad de soñar de quienes se relacionan con ellas.